domingo, 23 de abril de 2017

La mordida y la reina

   Traía mi desayuno de nicotina entre los labios cuando sonó el timbre. Un operario de FedEx esperaba en la puerta de la cochera. Mi buen amigo el Alambres me enviaba un libro desde el otro lado del océano. «Para que entiendas mejor a los de allí». Seguro costó más el envío que el puro regalo. 
   Apenas lo acababa de desembalar cuando llamaron por teléfono. Cita laboral. Urgente. Cogí mis papeles de trabajo junto con el libro y monté en el coche.

   La ciudad era un caos y estaba cubierta por un fino manto de polvo que emanaba desde sus tripas; la responsable era `La Tapatía´, flamante tuneladora elegida para el trabajo de taladrar la corteza metropolitana. Las obras de la nueva línea de metro torturaban la espina dorsal de una Guadalajara que se cocinaba a 35 grados. 
   Enfilé la vía lateral de la avenida Mariano Otero, con intención de tomar la glorieta de Los Arcos del Milenio y rasguñarle así unos minutos al reloj. La puntualidad jamás había sido mi firma, por lo que estaba acostumbrado a buscar atajos y nuevos trazados al volante cuando el tiempo apremiaba. 
   Alcancé la rotonda en lo que yo creí que era ámbar; la primera fila de autos en el interior aún estaban parados esperando su verde.
   Pero ellos estaban en segunda fila, y no los vi.  

   El toque de sirena tronó en mis oídos. Igual que en los concursos de televisión cuando fallas la pregunta. Aquel sucio «meeec»  me indicaba que esa tarde quedaría mal con mi cliente. De poca madre.
   La patrulla de tránsito, una pick-up comandada por dos uniformados se colocó tras de mí. Por el retrovisor vi cómo me indicaban que tomase la salida hacia la avenida de la Arboleda. Allí me hicieron detener el coche justo en la salida de un sex-shop. A modo de premonición de lo que iban a hacer conmigo, supuse.
    El copiloto descendió por el lado de la acera y llegó hasta mi vehículo.
   —Licencia de manejo y tarjeta de circulación por favor.
  En lo que cotejaba el carnet de conducir español con mi careto, se rascaba el bigote con el bolígrafo. Levantó una poblada ceja que a su vez, parecía otro mostacho.
   —Se pasó usté el disco rojo, joven.
   Aludí que por no dar un frenazo brusco tuve que continuar la marcha. Sus 3 bigotes quedaron donde estaban. Mi alegato no le hizo inmutarse lo más mínimo. Le devolví la cara de póquer cuando me contó acerca del artículo, sección y párrafo del reglamento de vialidad del Estado de Jalisco que me había pasado por los mismísimos. 
    —Procederé a levantarle el folio correspondiente, espéreme aquí.
   Regresó con su compañero y comenzó a rellenar lo que supuse era mi multa, sobre el capó de su vehículo. 
   El aire acondicionado averiado, el termómetro marcaba casi 40 grados y hacía 5 minutos que debía estar con mi cliente… Me pregunté por qué carajos estaba tardando tanto. Apagué el contacto y fui hasta la patrulla.
   —Qué pasó oficiales, no tuvieron la delicadeza de estacionarse a la sombra. –les lancé, en un primer intento por destensar la cuerda. 
   —Es usté español, ¿verdá?
   —Afirmativo agente, nadie es perfecto. –segundo intento.
   El otro poli bajó de su vehículo y le reclamó por la demora del trámite. Aunque era más joven, parecía tener mayor mando. O sólo era su papel.
   —A qué tanta demora Ramírez, ¿que no ve que el joven trae prisa? ¿Por qué no lo apoya usted?
   —Pos ya ve oficial, que no quiere que lo ayude…
   
   Apoyado en aquel capó que abrasaba por el calor del sol y del mismo motor, me quedé con la copla.
   «Un momento», pensé. Quieren negociar. Usease que me ponga guapo. Usease que les unte. Mordidita y a casa.
   La mordida mexicana es el arte de pedir u ofrecer un soborno sin pedirlo ni ofrecerlo. Hablamos de un delito, así que todo queda en suposiciones, no sea que caigamos con un policía o ciudadano honrado y tengamos problemas. Como una vez leí: «Yo sé que tú sabes que yo sé; por eso no es necesario que te diga que lo sé».
   Era la segunda vez que me hallaba en una de esas; la anterior fue mi mujer, nacida en este rancho, quien llevó las riendas de la negociación. Lo recordé, y solté las palabras mágicas:
   —¿Y cómo nos arreglamos, agentes?
   El segundo poli chasqueó los dedos e hizo acto de consentimiento.
   —¿Ve como sí se deja apoyar, Ramírez?
   —Espéreme en su vehículo y ahorita lo alcanzo, maestro. —soltó el tribigote.
   Curioso, al instante de saber que iba a aflojar la mosca, pasé de ser joven a maestro. Obedecí y me metí en el coche buscando el billete más pequeño que tuviera. Maldije al saber que les tendría que soltar 200 pesos. Con 100 hubiera bastado. Menos de 5 euros.
   El agente se apoyó en mi ventanilla carpeta en mano esperando su «cuota»; cuando algo en el interior del coche llamó su atención.
   —¿La Reina del Sur? —dijo, indicando el libro que había recibido ese día y asomaba entre mis papeles en el asiento del copiloto.
   —Si señor, ¿lo conoce usted?
   —A huevo maestro, ya lo leí cinco veces. Lo escribió un paisano suyo, verdá?
   —Así es, un tal Reverte. 
   Honestamente, era el primer trabajo suyo que tenía en mis manos.
   El tránsito lanzó un bufido nasal que hizo arder los vellos de mi antebrazo, y se me quedó mirando un par de segundos a los ojos. Podía sentir el calor que emanaban las gotas de su sudor.
   —¿Sabe qué? Me cayó usté bien jovenazo. Por esta vez lo dejaré marchar y que siga con sus pendientes. Pero que no lo vea brincarse otro alto porque entonces sí que me lo abrocho, de acuerdo?
   —De acuerdísimo. —Respondí.
   —Órale pues, se me va usté por la sombrita.
   Cerré el pico, arranqué el motor y seguí mi camino. El tío Arthur me había salvado el bisnes. En un sofocante día a las puertas de un sex-shop. 

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